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Blog #7 (1/3) - La caída de Castillo y la convulsión de la sociedad peruana

  • Foto del escritor: Gabriel LAUDE
    Gabriel LAUDE
  • 9 ene
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 10 ene



Índice


En esta primera parte, hago el relato del descabellado día del 7 de diciembre de 2022, cuando el presidente Pedro Castillo realizó un intento fallido de autogolpe, que culminó en su destitución por el Congreso y su posterior arresto. Luego explico las raíces de esta crisis política que se remontan a 2016, destacando el papel desestabilizador del fujimorismo - una corriente política persistente en la escena política peruana - y de su principal representante Keiko Fujimori, las debilidades de la Constitución de 1993, así como los 17 meses caóticos del mandato de Castillo. Finalmente, abordo la cuestionada toma de poder de Dina Boluarte y la extrema polarización del debate público que siguió, revelando las profundas fracturas políticas y sociales del Perú.

 

Este miércoles 7 de diciembre de 2022, me despierto como de costumbre en mi departamento de Miraflores. Reina la calma en este barrio burgués de Lima, una burbuja de tranquilidad preservada del caos urbano y de las turbulencias políticas que pueden agitar el país. Las calles están tranquilas, los comercios empiezan a abrir sus puertas, y los corredores matutinos recorren el Malecón, disfrutando de la vista al océano Pacífico. Esta rutina diaria me envuelve con una engañosa sensación de normalidad.

 

En pocas horas, una votación crucial debe realizarse en el Parlamento sobre la destitución del presidente Pedro Castillo, acusado de corrupción - un viejo estribillo en la política peruana. Según los rumores, su destitución está prácticamente decidida. No puedo entonces concebir la intensidad de los meses venideros, que me sacarán brutalmente de mi zona de confort y me sumergirán en el corazón de una crisis nacional sin precedentes, sacudiendo profundamente mi percepción del Perú y sus fracturas sociales.

 

La caída surrealista de Castillo: crónica de un autogolpe fallido

 

Son las 11 de la mañana cuando mi teléfono empieza a vibrar frenéticamente. Llegan notificaciones de todos los medios peruanos: el presidente Pedro Castillo está a punto de hacer una declaración a la Nación. Dado el voto crucial previsto para la tarde, intuyo que esta inusual declaración tendrá graves consecuencias. Me apresuro a encender la televisión para seguir los acontecimientos en directo.


e : El País, «Las cinco medidas que propiciaron la caída de Pedro Castillo», 7 décembre 2022 elpais.com/internacional/2022-12-07/las-medidas-que-propiciaron-la-caida-de-pedro-castillo.html
e : El País, «Las cinco medidas que propiciaron la caída de Pedro Castillo», 7 décembre 2022 elpais.com/internacional/2022-12-07/las-medidas-que-propiciaron-la-caida-de-pedro-castillo.html

La imagen es impactante: Castillo, con voz insegura, mirada esquiva y manos temblorosas, lee un texto evidentemente preparado a toda prisa. Contra todo pronóstico, anuncia la disolución del Congreso fuera de todo marco legal y el establecimiento de un gobierno de excepción, una medida que justifica por la necesidad de «restablecer el Estado de derecho y la democracia».

 

Me quedo atónito frente a la pantalla, sin poder creer lo que veo y oigo. La actitud del presidente revela una flagrante improvisación que me deja perplejo. ¿Cómo puede un acto de tal gravedad parecer tan mal preparado? Castillo mismo parece vacilar en su convicción, como si influencias ocultas dirigieran sus acciones entre bastidores. Esta actitud refuerza la imagen de un hombre acorralado en lugar de la de un líder resuelto.

 

¿Un golpe de Estado a plena luz del día, y a una hora tan poco convencional? Esto es, cuando menos, inusual, ya que el éxito de tal maniobra depende en gran medida del efecto sorpresa que produce en la sociedad civil y de la capacidad de impedir el acceso a otros órganos de poder como el Congreso y el poder judicial. Estos diferentes elementos confirman mi intuición inicial: la medida parece más una decisión desesperada que un acto bien pensado y preparado.

 

Este acontecimiento recuerda el tristemente célebre autogolpe del presidente Alberto Fujimori el 5 de abril de 1992, que marcó el inicio de la transición hacia un régimen autoritario que duraría hasta el año 2000. Sin embargo, la comparación termina ahí, ya que este último había orquestado cuidadosamente la implementación de esta medida excepcional grabando su mensaje televisivo con antelación y difundiéndolo en los principales canales de televisión nacionales a las 10 de la noche, asegurándose al mismo tiempo el apoyo de las fuerzas armadas, cuyos efectivos rodearon el Congreso y el poder judicial al amanecer del día siguiente. Por el contrario, aquí parecen haber primado la precipitación y la falta de preparación. No cabe duda de que Castillo busca protegerse del potencialmente fatal desenlace de la próxima votación en el Parlamento.

 

Las horas siguientes sumen al país en un torbellino de emociones e informaciones contradictorias. La reacción del Congreso no se hace esperar. En menos de dos horas, los parlamentarios se reúnen en sesión extraordinaria y votan por abrumadora mayoría (101 votos de 130) la destitución de Castillo por «incapacidad moral permanente» en virtud del artículo 113 de la Constitución. Por su parte, el ejército también se desvincula de Castillo, afirmando que quiere preservar la legalidad institucional. El presidente Castillo se encuentra más aislado que nunca y sus horas en el poder parecen estar contadas.

 

En un último acto desesperado, Castillo intenta huir hacia la embajada de México en busca de asilo político, pero es interceptado y detenido por la policía durante su trayecto. Las imágenes de su detención, emitidas en repetición por los canales nacionales, dan a esta jornada una dimensión surrealista, reforzada horas más tarde por una foto asombrosa: en las dependencias de la prefectura de policía de Lima, el expresidente, vestido con traje azul, lee tranquilamente una revista en un sofá, pareciendo flotar en una burbuja de indiferencia ante la gravedad del momento. A su lado, Aníbal Torres, su ex primer ministro y cercano asesor, parece perdido en sus pensamientos. Esta escena improbable cristaliza todo lo absurdo de esta histórica jornada y contrasta radicalmente con las habituales representaciones de líderes caídos.


Fuente : El País, «La careta de Castillo», 8 décembre 2022                                                           elpais.com/opinion/2022-12-08/la-careta-de-castillo.html
Fuente : El País, «La careta de Castillo», 8 décembre 2022 elpais.com/opinion/2022-12-08/la-careta-de-castillo.html

Las raíces de una inestabilidad política crónica (2016-2024)

 

Para comprender las raíces de esta crisis, es necesario remontarse a 2016. Desde esa fecha, el Perú ha tenido nada menos que seis presidentes, en un contexto de enfrentamiento permanente entre el ejecutivo y el legislativo.

 

El papel pernicioso del fujimorismo

 

Esta inestabilidad institucional crónica se debe en gran medida a la estrategia de oposición sistemática del fujimorismo. Esta corriente política, convertida en un pilar persistente de la escena política peruana, fue fundada por el expresidente Alberto Fujimori (1990-2000), quien había instaurado un régimen autoritario en 1992 mediante un autogolpe.

 

A pesar de sus repetidos intentos, Keiko Fujimori nunca ha logrado acceder al poder supremo, fracasando por poco en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2011, 2016 y 2021 - dos veces con un margen mínimo del 49,9%. Al no poder alcanzar la presidencia por la vía electoral, el fujimorismo ha adoptado una estrategia alternativa: intentar sistemáticamente derrocar a los diferentes gobiernos y destituir a cada presidente electo desde 2016, independientemente de su orientación política, apoyándose en su importante base parlamentaria.

 

La singular trayectoria política de Keiko Fujimori presenta similitudes sorprendentes con la de Marine Le Pen en Francia, ambas figuras de la derecha populista[1] que han experimentado un rápido ascenso político aprovechando el nombre y el legado político de sus padres mientras se han esforzado por pulir su imagen para ampliar su base electoral. Por último, su presencia significativa y duradera en la escena política de sus respectivos países a pesar de repetidos fracasos electorales en las elecciones presidenciales completa este cuadro de sus semejanzas.

 

El corsé constitucional

 

Además, la Constitución peruana de 1993, heredada de la era Fujimori, también juega un papel ambiguo en la inestabilidad crónica del país. Al establecer un régimen presidencial con un Parlamento unicameral, ha creado un desequilibrio latente entre los poderes ejecutivo y legislativo, ya que la concentración del poder legislativo en una sola cámara complica la búsqueda de compromisos y favorece los bloqueos institucionales.

 

En particular, la noción vaga de «incapacidad moral permanente»  permite a una mayoría parlamentaria destituir fácilmente al presidente por consideraciones políticas (artículo 113), mientras que este último sólo puede disolver el Congreso bajo ciertas condiciones muy restrictivas (artículo 134)[2]. Si este desequilibrio no plantea problemas cuando el presidente y el Congreso están en sintonía, puede resultar desestabilizador cuando no lo están - lo que ha sido una constante desde 2016 - como lo ilustra la instrumentalización política de la Constitución por el fujimorismo. Además, el Tribunal Constitucional, que se supone debe arbitrar estos conflictos entre el ejecutivo y el legislativo, a menudo se ha mostrado impotente o reticente a intervenir en el fondo, dejando así que las relaciones de fuerza políticas impongan las reglas del juego institucional.

 

Los 17 meses caóticos del mandato de Castillo

 

La llegada al poder de Pedro Castillo en julio de 2021 marcó el inicio de un período particularmente tumultuoso. Desde su investidura, su gobierno se enfrentó a una feroz oposición del Congreso dominado por la derecha fujimorista. Esta última, negándose a aceptar su derrota electoral en las elecciones presidenciales que se decidió por solo 44.000 votos de diferencia, multiplicó las acusaciones de fraude y las maniobras para desestabilizar al ejecutivo.

 

En 17 meses de presidencia, Castillo tuvo que enfrentar dos intentos de destitución y se vio obligado a nombrar nada menos que cuatro gobiernos sucesivos, ya que el Congreso rechazaba sistemáticamente sus propuestas de ministros. Esta inestabilidad crónica paralizó la acción gubernamental y aniquiló toda esperanza de concretar las reformas sociales prometidas durante la campaña.

 

La inexperiencia política de Castillo y las numerosas acusaciones de corrupción que apuntaron a su entorno cercano, incluyendo a miembros de su familia, debilitaron progresivamente su posición. Su creciente aislamiento y su incapacidad para construir alianzas políticas sólidas lo llevaron finalmente al desesperado intento de disolución del Congreso el 7 de diciembre de 2022.

 

Entre oportunismo y desconexión: la toma de poder cuestionada de Dina Boluarte

 

En la noche del 7 de diciembre, Dina Boluarte, hasta entonces vicepresidenta de Castillo, jura como nueva presidenta del Perú. Esta abogada de 60 años, oriunda de Apurímac, uno de los departamentos más pobres del país ubicado en la región sur andina, era hasta ese momento una figura política relativamente desconocida. Elegida vicepresidenta junto a Castillo en 2021, se había alejado progresivamente del partido de este último, Perú Libre, llegando a renunciar a principios de 2022.


Fuente : Vigilante.pe, «Dina Boluarte asume la presidencia de la República: ¿cuál es su perfil personal y profesional?», 7 décembre 2022                                                                                                   vigilante.pe/2022/12/07/dina-boluarte-asume-la-presidencia-de-la-republica-cual-es-su-perfil-personal-y-profesional/  
Fuente : Vigilante.pe, «Dina Boluarte asume la presidencia de la República: ¿cuál es su perfil personal y profesional?», 7 décembre 2022 vigilante.pe/2022/12/07/dina-boluarte-asume-la-presidencia-de-la-republica-cual-es-su-perfil-personal-y-profesional/  

Con una sonrisa satisfecha y un aire de suficiencia, Boluarte parece saborear su ascenso al poder, proyectando la imagen de una oportunista sin principios que esperaba su momento desde hace tiempo. Su actitud poco empática y su aparente regocijo frente a su nuevo estatus, sin tomar la medida de la gravedad del momento político, se hacen evidentes desde su discurso de investidura. Boluarte comete un error de apreciación fatal al anunciar su intención de gobernar hasta 2026, fecha inicialmente prevista para el fin del mandato de Castillo. Esta declaración, que revela una profunda incomprensión del clima social del país, es percibida como una provocación por gran parte de la población, particularmente en las regiones sur andinas que habían votado masivamente por Castillo en 2021, con resultados que superaban el 80% en departamentos como Ayacucho, Huancavelica y Apurímac.

 

Para estos peruanos de clases populares, a menudo de origen campesino e indígena, Castillo, a pesar de sus desaciertos, encarnaba la esperanza de un cambio y la posibilidad para los excluidos de acceder finalmente al poder. Su trayectoria personal - hijo de campesinos analfabetos, originario de un pueblo andino del departamento de Cajamarca, maestro rural y dirigente sindical durante más de 20 años - resonaba profundamente con la de numerosos peruanos rurales y desfavorecidos. Su elección como primer jefe de Estado sin vínculos con las élites tradicionales, obtenida gracias a una coalición entre las regiones andinas y las clases populares frente a Lima y los centros urbanos costeños, representaba para muchos la concreción de un sueño largamente inalcanzable.

 

El rechazo inicial de Boluarte a convocar nuevas elecciones, cuando no disponía de ninguna legitimidad política para pretender mantenerse en el poder durante un período tan largo, no hizo más que avivar la ira popular. A pesar de sus orígenes provinciales, parecía reproducir el centralismo limeño tan criticado, mostrándose desconectada de las realidades y expectativas del Perú popular, andino y rural.

 

Las primeras manifestaciones estallan apenas un día después de la investidura de Dina Boluarte, encendiéndose primero en las regiones andinas del sur del país. Simbólicamente, es en el departamento de Apurímac, tierra natal de la nueva presidenta, donde comienzan las protestas. Los bastiones electorales de Castillo - Ayacucho, Cusco, Puno - se levantan rápidamente, exigiendo la liberación inmediata del expresidente, nuevas elecciones generales y el rechazo a una presidenta percibida como ilegítima. Esta movilización masiva de las poblaciones campesinas e indígenas refleja un descontento social que va mucho más allá de la mera cuestión política. El contraste es impactante entre una capital relativamente tranquila y provincias en ebullición, revelando una vez más la fractura abismal entre Lima y el resto del país. Esta ola de protestas, que se extiende progresivamente a otras regiones andinas, marca el inicio de una crisis política mayor que sacudiría al Perú durante varios meses, poniendo de manifiesto las profundas fracturas sociales, étnicas y geográficas de un país más dividido que nunca.

 

Polarización y brutalización inmediata del debate político

 

Lo que más me impacta en los días que siguen a la caída de Castillo es la inmediate e extrema polarización del debate político. Dos narrativas antagónicas se enfrentan, sin ningún matiz: por un lado, Castillo es presentado como un peligroso golpista; por el otro, se acusa al Congreso de haber orquestado un «golpe de Estado parlamentario» contra un presidente legítimo. Cada bando afirma defender la democracia, discrepando sobre la primacía que se debe dar a la legalidad constitucional o a la legitimidad popular.

 

En este contexto, los grandes medios de comunicación juegan un papel nocivo exacerbando las tensiones ya vivas. Su concentración en manos de unos pocos grupos con orientación política conservadora conduce a un tratamiento parcial de la información, invisibilizando las voces alternativas y las reivindicaciones de los manifestantes. Me impacta la violencia verbal y la total ausencia de empatía que se expresan sin ningún filtro, así como la falta de matices en los discursos transmitidos. El uso del «terruqueo» - la acusación de terrorismo para desacreditar cualquier oposición - se vuelve sistemático. Los manifestantes que comienzan a salir a las calles son inmediatamente tildados de «terroristas» o «agitadores pagados». El desprecio mostrado sin tapujos por una parte de la élite limeña hacia los manifestantes de las regiones andinas me indigna profundamente. Los viejos demonios del racismo y el clasismo resurgen en el espacio público, con comentarios despectivos sobre esos «indios ignorantes que no han leído la Constitución». Esta retórica divisiva no solo profundiza las fracturas sociales existentes, sino que también obstaculiza cualquier posibilidad de diálogo constructivo para resolver la crisis.

 

Superar la estupefacción a través del conocimiento

 

Ante este desencadenamiento de odio e incomprensión mutua, toda reflexión serena se vuelve imposible. Las posiciones se radicalizan inexorablemente en ambos bandos, lo que provoca en mí un profundo sentimiento de desconcierto y estupefacción inicial. Para no dejarme abrumar por estas emociones, busco refugio la adquisición de conocimiento que me permita tomar distancia y comprender mejor lo que está en juego en el fondo de estos acontecimientos.

 

Siento entonces la necesidad imperiosa de entender las raíces profundas de esta crisis más allá de la mera inestabilidad política crónica que corroe al país desde 2016. Un año después del bicentenario de la independencia del Perú (1821), intuyo que este momento político no es más que la punta del iceberg de tensiones y disfunciones profundamente arraigadas en la historia contemporánea del país. Motivado por esta convicción, me sumerjo en la lectura frenética de análisis más matizados de la crisis en la prensa extranjera y los escasos medios independientes peruanos, así como de estudios sobre la historia del Perú desde su independencia.

 

En particular, me adentro en la historia del proceso de independencia del Perú. Esto era inevitable, pues así como todo francés debe conocer la historia de la Revolución francesa, todo peruano debe estar familiarizado con la de la independencia peruana. Sin embargo, más allá de esta dimensión cívica, es una preocupación política la que alimenta mi interés. Este responde a una necesidad profunda de comprender los cimientos de la República peruana y del contrato social que la sustenta, pero también las razones que inicialmente impulsaron a los peruanos a formar una nación. Esta perspectiva histórica me parece entonces esencial para entender mejor la crisis política actual y sus profundas implicaciones para el futuro del país.

 

Como presentía, esta crisis no hacía más que comenzar, y marcaría profundamente tanto al Perú como mi propia experiencia del país.

 

Nos vemos el jueves 16 de enero para la segunda parte: Blog #7 (2/3) - «Anatomía de una revuelta popular».


Notes de bas de page


[1] Hemos preferido la categoría más flexible de «derecha populista» a la de «extrema derecha» más marcada políticamente, ya que esta última es objeto de debates que van más allá del alcance de este artículo, tanto en lo que respecta a la figura de Keiko Fujimori como a la de Marine Le Pen. En el plano ideológico, el fujimorismo combina autoritarismo, neoliberalismo económico y conservadurismo social. Se caracteriza por un poder ejecutivo fuerte, prácticas populistas y clientelistas, así como una firme oposición a las ideologías de izquierda, al tiempo que aboga por la desregulación del mercado y el debilitamiento de las instituciones democráticas tradicionales.

[2] El presidente puede disolver el Congreso si se cumplen tres condiciones: 1. El Parlamento debe haber censurado o negado la confianza a dos Consejos de Ministros sucesivos; 2. La disolución no puede ocurrir durante el último año del mandato presidencial; 3. El presidente no puede disolver el Congreso más de una vez durante su mandato.


 



 

 
 
 

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